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En los últimos meses ha generado amplio debate una línea jurisprudencial emergente de la Sala Penal de la Corte Suprema, que modifica la forma de entender la suspensión del plazo de prescripción en materia penal. Según este criterio, el tiempo de prescripción de un delito no se interrumpe ni con la presentación de una querella ni con la realización de diligencias investigativas contra una persona específica, sino únicamente con la formalización de la investigación por parte de la Fiscalía. En términos prácticos, tomando como ejemplo el plazo ordinario de prescripción de cinco años, si un delito se cometió el 1 de enero de 2023, este solo podrá perseguirse hasta el 1 de enero de 2028, a menos que la Fiscalía haya formalizado antes de esa fecha a la persona imputada, sin importar la existencia de querellas interpuestas en su contra.

 

Este giro interpretativo encuentra respaldo en el propio Código Procesal Penal, que señala expresamente que la formalización suspende el cómputo del plazo de prescripción. Además, refuerza la certeza jurídica de los ciudadanos, puesto que solo un acto oficial, público y emanado del ente persecutor puede detener el avance del tiempo. De este modo, se evita que la mera presentación de una querella, sin control procesal posterior, mantenga una causa latente por años sin definición clara, reanudándose recién el plazo una vez archivada o sobreseída la investigación.

 

Sin embargo, este cambio no está exento de riesgos. Una de sus principales consecuencias sería incentivar formalizaciones adelantadas, realizadas con el único propósito de impedir la prescripción de los delitos. Esto puede generar un aumento de audiencias donde el imputado sea formalizado aun cuando los antecedentes sean débiles o insuficientes, lo que afecta su imagen pública y derechos fundamentales, y lo expone a medidas cautelares que en muchos casos se solicitan de manera automática tras la formalización. Al mismo tiempo, se restringe el rol del querellante, que ya no podrá interrumpir la prescripción mediante su actuación procesal, viéndose reducido su margen de incidencia en la persecución penal.

 

La situación plantea además un problema institucional: decisiones de esta trascendencia se están adoptando en fallos breves dictados en el marco de recursos de amparo, procedimientos diseñados para resolver situaciones urgentes y no para redefinir criterios estructurales del sistema penal. Esto hace más necesario un debate profundo y legislativo, que permita balancear la certeza jurídica con las garantías del debido proceso y los intereses de las víctimas.

 

De consolidarse esta tendencia, será inevitable replantear el significado mismo de la formalización. Esta debería concebirse como una comunicación temprana y sobria del fiscal al imputado, informándole que existe una investigación que lo involucra, sin la carga acusatoria ni la discusión inmediata de medidas cautelares, salvo en casos de flagrancia o urgencia evidente. Así, podría cumplirse su verdadera función de garantía procesal, evitando que se utilice como una herramienta instrumental para detener plazos de prescripción a cualquier costo.

 

En definitiva, la jurisprudencia de la Corte Suprema está empujando un cambio profundo en la dinámica del proceso penal chileno. Lo que hoy parece un criterio técnico sobre el cómputo de la prescripción puede convertirse en una reforma práctica del sistema, con consecuencias tanto para imputados como para víctimas, y cuya estabilidad dependerá de cómo se integre este razonamiento a la práctica cotidiana de fiscales, jueces y defensores.

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